domingo, 3 de mayo de 2009

La misantropía necesaria

Hoy me han invitado a un buffet libre.

En alguna peli de espias he visto que cuando te torturan, lo mejor es concentrar toda tu mente en algo que te haga no ser consciente de estar donde estás. Así que mentalmente me he dedicado a evadirme escribiendo esta entrada para el blog.

Por si has tenido la suerte de no ir nunca a un buffet libre, te pongo en antecedentes. Suele ser un local grande, con pasillos mínimos entre las mesas, donde por un precio fijo te puedes comer todo lo que te quepa. Eso propicia que la avaricia estomacal (si la comida es decente se llama gula, creo) haga que los comensales se lancen por oleadas a comerse todo lo que ponen en las bandejas, aunque sea de una calidad que examinado serenamente no se lo darías al perro. Es la versión primermundista de esas imágenes de los campos de refugiados cuando alguna ONG distribuye comida desde la caja de un camión, pero sin la necesidad que en el tercer mundo lo propicia. En ese clima de bacanal anárquica, los crios corren entre las mesas y golpean durante horas las copas con el tenedor, mientras gordos en camiseta imperio y gordas con pantalones de talle bajo enseñando la goma del tanga llenan una y otra vez el plato. A la hora del segundo (o quinto plato) todo el mundo grita y rie y pide otra cerveza o renueva los chupitos de baisleis.

Todos tenemos un área privada. Es un espacio intangible alrededor nuestro que es nuestra campana de protección. Cuando alguien penetra dentro de ese volumen es como si violara alguna intimidad y nos hace sentir muy violentos. A veces, cuando estamos con una persona querida, ese espacio se reduce a la nada, y cuando estamos en situaciones que nos desagradan se expande. El mio en el buffet debía medir varios kilómetros. Si una parte importante de la comida es el ambiente, el placer de saborear, hacer que el tiempo se detenga en cada nuevo matiz de sabor, los buffets libres son a la restauración lo que un taller de planchistería a la música sinfónica.







Estas dos fotos son consecuencia de esos paseos tras un largo trayecto. Salir sin rumbo fijo, sin una foto prediseñada en la mente y dejar que éstas te sorprendan a la vuelta de cualquier camino es uno de los procesos más íntimos que proporciona la fotografía


Cuando viajo comparto con otros viajeros el mismo vehículo, y se que debo renunciar durante horas diariamente a mantener ese espacio de privacidad alrededor. Afortunadamente acostumbran a formar parte de la gente a la que quiero, y no me cuesta sacrificar ese palmo alrededor mio. Pero de vez en cuando, y me cuido mucho de avisarlo, necesito sacar a mi ego a que se estire y bostece. Y entonces cojo mi cámara, y me voy unas horas en compañía de mi mismo a dejar que el paisaje se explique y que las luces me cuenten historias. Lo hacen en voz muy bajita, y necesito estar sólo para que ningún ruido ajeno me impida entender lo que dicen, pues no acostumbran a decirlo dos veces. Vas caminando con todos tus sensores relajadamente abiertos y de los rincones vas oyendo: "Pss!! Mírame!" y entonces es cuando vas descubriendo la magia de una iluminación entre unas nubes, los sueños de descubrimiento de una embarcación varada al atardecer, la mirada desenfocada de unas ventanas o la vieja máquina cansada y abandonada. Y en esos momentos cuando surgen mis mejores tomas. Lo otro, lo de ir a mogollón a fotografiar el monumento que toca, y la luz es la que había, que pena, y dentro de una hora será mejor, pero nos tenemos que ir, no es más que el buffet libre de la fotografía. Con la diferencia que el dolor de tripas que te provoca perder manjares fotográficos no se cura con ningún bicarbonato.

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