miércoles, 22 de octubre de 2008

La niña coja


Este último verano los vientos de las vacaciones me llevaron hasta Mongolia. Un pais joven y deshabitado atrapado entre los monstruos de Rusia y China donde buena parte de su escasa población vive de los rebaños en núcleos familiares móviles, siguiendo los pastos y las aguas.
Supongo que la fragilidad de esta vida nómada ha convertido a los mongoles en un pueblo parco en algarabías y demostraciones de afecto pero extraordinariamente acogedores y amables, de forma que no hay manera de que el viajero detenga su vehículo sin que de algún Ger cercano se acerque alguna persona, a menudo un niño o niña a caballo, para invitarte a compartir su Ger, sus productos de leche, su intimidad en fin.
Acabando ya el periplo por las praderas de Mongolia recalamos en la orilla de una laguna donde vacas, caballos y yaks espantaban las moscas y poco más y al poco apareció una niña de unos 7 u 8 años a caballo para invitarnos. Aceptamos y la acompañamos hasta su Ger y allí se produjo el enamoramiento. La niña tiene una hermana menor tan mofletuda como ella. La luz que se cuela dentro de la estancia a través de la puerta y el tragaluz se refleja en las alfombras claras y en pareces y techo de fieltro blanco y tiene una calidad extraordinaria, aunque es escasa. Pero no importa subir el ASA y si sale ruido que salga. La niña mira a la cámara y el objetivo es incapaz de apuntar hacia otro lado. Todos, viajeros con aspiraciones de viajeros y viajeros con ínfulas de fotógrafos, atrapamos a la niña y su hermana en nuestras tarjetas de memoria.
Ya marchándonos, que la ruta que queda aun es larga, descubro los ojos tristes de su hermana mayor, que debe rondar los 15 años. Seguramente no puede reprimir una cierta punzada de envidia viendo a su hermana ser el centro de todos los objetivos. Le enseño la cámara y le pido que se siente, y se le ilumina la cara. Descubro tarde que una foto puede ser terapeútica. Sin embargo demasiado tarde. Cuando salimos del Ger encontramos una tercera hermana, algo más mayor, con una muleta con la que ayuda una cojera que arrastra desde un accidente que tuvo cuando pequeña. Quisiera fotografiarla, pero no soy capaz de librarme del manual de fotografía. Gran angular, ligeramente picada y centrada. Hay que transmitir la sensación de aislamiento; pero no me atrevo, en ese momento me parece una violación a su intimidad inaceptable y la tristeza e impasibilidad que me transmite me impide levantar la cámara y disparar.
Detrás de mí, otro viajero sin tantas tontas teorías sobre la comunicación, se acerca y le hace una fotografía. Y mientras se aleja, la niña le sigue con la vista y hay una chispa de agradecimiento en sus ojos.
Cuando el vehículo se pone en marcha y empezamos a alejarnos, la niña sigue allí despidiéndonos, y mientras ella continua agradeciendo parcamente con esa mirada lenta el haberla descubierto y fotografiado, yo pienso que no hay mayor desgracia que ser cojo en los inmensos paisajes planos de Mongolia, y que tengo que aprender a disparar más con el corazón que con el libro de composición.

Hay unas cuantas imágenes de este viaje en mi galería